Avui us mostraré una altra biblioteca de ficció que he descobert de la mà del Lluís, el lector errant. Com explica ell “apareix (de fet, és quatre cinquenes part del relat) en el conte "El Anuncio" de Nugent Barker”.
El relat s’inclou a l'antologia de contes de terror editada per Javier Marías el 1995, "Cuentos Únicos":
Hacia las tres de la tarde de un caluroso día de agosto, un hombre alto y con cara de persona estudiosa salió de una bocacalle y empezó a caminar sin prisa por aquella importante arteria urbana, entre el ruido del tráfico. La gente tropezaba con él a cada dos pasos, y entonces él, levantando los ojos del suelo, se disculpaba con la mirada.
Cuando se dio cuenta de que estaba a punto de entrar en la Biblioteca Pública, una amarga sonrisa se dibujó en su rostro, y se quedó inmóvil un instante mirando fijamente las dos manchas de sol que espejeaban en sus zapatos. La fuerza de la costumbre lo había llevado hasta allí, a mitad de las escaleras de acceso a la biblioteca. El sitio al que primero había pensado dirigirse estaba a un centenar de yardas más allá, en la misma calle.
De pronto se vio ante el mostrador en donde se devuelven los libros y se pagan las multas. El rostro familiar de la joven le sonrió con sus gruesos labios y se sintió reconfortado. Se apresuró a devolverle la sonrisa al tiempo que le decía:
—No vengo a devolver ningún libro, sino a llevarme alguno —y, acto seguido, se pasó más de una hora hojeando libros.
Empezó dándose una vuelta por los estantes de narrativa. Austen, Balzac, Chejov, Conrad, Flaubert... nombres que, en aquella calurosa tarde en que cada minuto parecía una hora y su mente toda esperaba en suspenso, traían vividamente a su memoria personajes y escenas con los que tanto había disfrutado, y la certeza de que volverían a colmarle de placer. A veces un súbito impulso lo llevaba a tocar algún libro con sus finos dedos; pero hasta que no llegó a Gautier no sacó ninguno de su sitio. Y entonces, apartándose de los estantes, leyó por sexta o séptima vez en su vida la descripción de la vieja mansión de El capitán Fracasse. La desolación del pasaje encajaba perfectamente con su estado de ánimo. Oyó una vez más el croar de las ranas en el río. Volvió a ver la techumbre de tejas rojas, parcheada como si tuviera lepra, las vigas contra las que se estrellaban en su vuelo los murciélagos, las rotas contraventanas, la gruta poblada de estatuas en el jardín invadido por la maleza. Y minutos después volvió a vagar sin rumbo por entre los estantes de la biblioteca. Refrescó su corazón con nombres tales como Singapur, Macasar o Carimata. Escuchó la apasionada música amorosa que Freya Nelson —o Nielsen— tocaba en una de las Siete Islas.
El ánimo que lo llevaba a abrir este o aquel libro cambiaba pronto de norte. En seguida buscaba otro ambiente, otro autor, y los iba escogiendo con criterio seguro. Dejó a Conrad y buscó a continuación el abrupto paisaje de El Duelo de Chejov. Los personajes habían salido a merendar al campo y las sombras del crepúsculo se cernían ya sobre ellos. Unas piedras dispersas por la pradera les servían de asiento; había una manta de viaje extendida en el suelo y una fogata encendida. A su alrededor altas montañas dibujaban su mole contra el cielo. Formaban un marco imponente que parecía tener a raya los frágiles nervios, a punto de estallar, de los excursionistas.
La Sección de Préstamos era vasta y fría; al otro lado de los ventanales que daban a poniente un jardín relucía al sol. El hombre vagaba en silencio de libro en libro. En ocasiones sus pensamientos habían girado sobre asesinatos, robos y extraños inventos relacionados con la muerte. Noches en las que el arte sombrío de la novela policiaca había ejercido en él un efecto sedante, permitiéndole conciliar un sueño profundo. Tales eran los relatos que ahora empezaba a hojear. Pasaba nerviosamente las gruesas hojas e iba leyendo los sugestivos títulos de los capítulos. Y todo el tiempo una expresión de angustia no exenta de horror contraía su rostro.
De los estantes de narrativa pasó a los de «otros géneros», y su pálida mano, que brillaba a la luz del sol, sacó un ejemplar del Libro de criminales notables de H. B. Irving. En cierta ocasión había acariciado la idea de editar un libro como aquél, o de escribirle a alguien como el reverendo Selby Watson, que una tarde de domingo había matado a su mujer en un acceso de melancolía. Y allí estaba también el doctor Castaing, quien con aquel rostro alargado de facciones tan regulares, el pelo peinado hacia atrás, la frente despejada, y aquellos ojos alicaídos, más parecía un sacerdote que un médico. El lector levantó la vista y en el estante de encima descubrió La historia de los cardenales ingleses; y tapándoles la boca o los ojos con su delgada mano, fue estudiando detenidamente aquellos rostros clericales.
Las biografías le entretuvieron un buen rato. Leyó sobre músicos, artistas, inventores, exploradores; hasta que de repente sintió un ansia incontenible de mapas y de geografía, de libros de viajes, en especial de los que versaban sobre las amplias llanuras de la Inglaterra interior y de las descripciones de aquellos condados que nunca había visitado. Alcanzó uno sobre Rutland y leyó por encima una página que trataba de sus paisajes típicos; encontró y examinó otro sobre los pueblos del valle del Támesis, y miró detenidamente sus ilustraciones... la del viejísimo puente, por ejemplo, tendido entre hondas llanuras...
Volviendo de nuevo a los estantes de narrativa buscó aquellas novelas que siempre había querido leer y que nunca había leído: La Cartuja de Parma de Stendhal, Padres e hijos de Turgueniev, las sátiras de Erewhon de Samuel Butler, los relatos del conde de Gobineau, y muchas más. No las cogía para enfrascarse en su lectura. Se contentaba con mirar fijamente los títulos. Allí estaba el segundo volumen de Rojo y negro; él estaba leyendo el primero, pues lo tenía en casa; en algunos pasajes, en el giro sutil de una frase, había llegado a adivinar el terrible desenlace. Y paseándose con aire meditabundo a lo largo de los estantes, llegó a Merrick. Merrick le gustaba mucho. Conrad en busca de su juventud era uno de sus libros favoritos. Pero el ejemplar no estaba en su sitio y, de pronto, mientras miraba fijamente el hueco del estante donde la busca de la juventud habría tenido que estar, sintió la boca seca y un regusto amargo en el paladar que le hizo estremecer, y se dirigió a toda prisa hacia el mostrador de la salida. La joven le sonrió con sus gruesos labios; sus gafas, admirablemente redondas, reflejaban la luz del sol ocultando sus ojos.
—No he cogido ningún libro —dijo con voz grave, y salió al vestíbulo de la entrada. En la pared había una lápida de mármol; en ella leyó el nombre de uno de los alcaldes anteriores, nombre que, días y días después, habría de seguir resonando en su cabeza. De la calle entraron unos niños corriendo y chillando. Llevaban libros bajo el brazo. Tropezaron con él y luego desaparecieron por la puerta de la Sección Infantil.
Se adentró por un pasillo que conducía a unas escaleras, sin saber a dónde iba. En aquel túnel mal iluminado vio una estantería de gran solidez y reforzada por gruesos soportes. En ella se alineaban enormes tomos con ejemplares de The Times encuadernados. Cada uno de los volúmenes abarcaba un año. En un arranque de cólera bajó uno y sujetándolo con ambos brazos lo llevó con más facilidad de lo que esperaba a una mesa de la Sala de Lectura, y allí fue pasando aquellas páginas amarillentas que debían haber sido blancas como el lino unos cincuenta años antes. Nunca hasta entonces había visto el anuncio. ¿Lo habría guardado su madre? ¿Lo habrían conservado sus manos?
WARRINGTON-COOMBE: El 10 de agosto de 1885, en el 41 Durham Street, Fulham, MARY, esposa de R. H. Warrington-Coombe, ha dado a luz un hijo varón.
Al pie de la escalinata de la biblioteca un bebé que iba en un cochecito lo miró ceñudamente con su fea y arrugada cara. Ensordecido por el tráfico, cegado por el sol, se abrió camino con paso desafiante entre la multitud. Estaban añadiendo un ala nueva al edificio de unos grandes almacenes y oyó los martillos de los obreros que montaban los andamios. Cuando, al fin, entró en el edificio al que había pensado dirigirse primero, le temblaban las rodillas y sintió frío. El agente de policía que estaba sentado tras una mesa en una sala desnuda que olía a tinta miró al hombre con ojos tan azules como benévolos. Luego, mientras estudiaba con la mirada las manos y la boca del visitante, le escuchó.
—Me llamo John Warrington-Coombe —dijo el hombre que había salido de la biblioteca—. Vivo en Durham Street. He vivido allí toda mi vida.
Luego se humedeció los labios con la lengua y la mesa tembló un instante.
—He venido a entregarme —murmuró con voz ronca—. He asesinado a mi madre.
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